Cuando pensamos en un conflicto en el entorno educativo normalmente visualizamos escenas de gritos, alumnado peleándose y mucho revuelo; evocamos emociones de angustia, de estrés, de mucho trabajo y gasto energético. Esto se produce por una idea prefijada del concepto más antiguo del conflicto y, también, por la forma en la que vivimos los conflictos en nuestra época de niñez.

Si atendemos a la definición de conflicto: “oposición o desacuerdo entre personas o cosas” deducimos que el conflicto es inherente a las relaciones humanas. En el momento en que varias personas están interaccionando en un mismo espacio, en un tiempo determinado, van a surgir conflictos. Se resuelven unos y surgen otros. Y así es el ámbito educativo, donde muchas personas diferentes compartimos tiempos, espacios y tareas.

Lo deseable será aprender a convivir con el conflicto y hacer de éste una oportunidad de crecimiento, de mejora, así como una herramienta pedagógica a través de la cual se dote al alumnado de habilidades y estrategias para aprender a afrontarlos de forma positiva y autónoma. 

Aprendizaje valiosísimo para la vida y que llevará en su lista de herramientas para ser un adulto o una adulta competente emocionalmente. 

Con la evolución de la sociedad se ha entendido que la discrepancia debe ser algo cotidiano y plenamente aceptado, en contraposición a lo que sucedía en una época no muy lejana, en la que se premiaba a las personas sumisas, calladas y obedientes y se castigaba a las que no lo eran. En este sentido se ha hecho necesario desde las Administraciones educativas crear normas de convivencia que regulen las conductas contrarias a la misma y sus consecuencias, siempre desde una perspectiva proactiva y no de forma reactiva como era usual hasta hace relativamente poco tiempo. 

El Decreto 114/2011 es la norma que regula la convivencia escolar en el ámbito educativo de Canarias. En él se recogen: disposiciones generales, derechos y deberes del alumnado, derechos y deberes de las familias, derechos y deberes del profesorado, derechos y deberes del personal de administración y servicios, las normas de convivencia, los instrumentos para favorecer la convivencia en el centro, la distribución de las competencias, las conductas contrarias a la convivencia y las medidas aplicables y el órgano de defensa del alumnado. Con todo ello se dota a los centros de un marco normativo de referencia para poder gestionar la convivencia en los mismos. 

La proactividad es clave para que la convivencia sea sana y educativa, ya que se anticipa a los conflictos. Si se espera a que existan los conflictos para tomar medidas el centro actuaría de forma reactiva y los soluciona, pero no los previene ni dota al alumnado de las competencias adecuadas para su vida. 

En un primer momento, cuando un centro educativo decide que la convivencia sea un objetivo prioritario de su Proyecto Educativo conviven la vertiente reactiva y la proactiva hasta que la comunidad educativa va aceptando, aprendiendo y consolidando las nuevas estrategias. 

En esta segunda fase se produce un cambio y aparecen en escena otros ritmos, otros espacios, otras formas de hablarnos, otras maneras de protestar y hacer valer nuestros derechos, 
nuevas situaciones donde nos sentamos a mediar, nuevas personas voluntarias que aprenden y quieren enseñar a otras personas, nuevas sinergias que modifican por completo aquello a lo que estábamos acostumbrados que nos sitúan en la tercera fase, donde lo que antes era anecdótico ahora se vuelve cotidiano. 

Esta última fase de consolidación y contagio supone que a todas las personas que se incluyen en la comunidad educativa se les acompaña en su proceso de adaptación a las nuevas formas de convivir. Las nuevas formas de convivir que nos llevan a una resolución pacífica de los conflictos, donde se potencia el diálogo, la mediación, el respeto por las diferencias, la empatía. 

El tiempo empleado en cada una de las fases varía dependiendo de muchos factores (centro, líderes del cambio, contexto social…) pero lo que sí se puede asegurar es que cuando se empiezan a ver, notar y/o sentir cambios mínimos en el día a día del centro, es cuando aparece el indicador de no retorno. No retorno a las formas antiguas de percibir y vivir los conflictos, y la convivencia se convierte en un indicador de cambio a las nuevas formas de entender las relaciones humanas y sus características. 

En definitiva, un indicador de éxito educativo. 

Canarias, a 21 de noviembre de 2022

Daisy Rodríguez Ramos 
Miembro del Secretariado Nacional del STEC-IC