Ainhoa K. Claver
Profesora de música y miembro del STEC-IC
En pleno siglo XXI, la principal receta impuesta por el gobierno para atajar el problema del exceso de temporalidad en el empleo público, sigue siendo la convocatoria de inquisiciones masivas.
Imagínense que un día, al llegar a su trabajo, se encuentran con un ejecutivo que les emplaza a poner en marcha un juego perverso: la mitad de sus compañeros del departamento se instalan sobre una tarima, erigiéndose en jueces, y la otra mitad se queda a ras de suelo, para asumir el papel de acusados cuya competencia profesional es puesta en entredicho. Pese a que los trabajadores a lo alto de la tarima no cuenten necesariamente con mayor grado de conocimientos, formación o experiencia, se les confiere la potestad absoluta de evaluar a sus compañeros y de constituirse en árbitros de su destino. Y así se da inicio a un proceso, donde los acusados se someten a un conjunto de interrogatorios y pruebas caprichosas, a fin de demostrar al alto Tribunal su “no incompetencia”.
Podría tratarse de un pasaje de El proceso de Kafka. Pero no, en realidad no es más que un proceso selectivo, donde resuenan los ecos remotos de la Inquisición, en la España del siglo XXI. La primera vez que me presenté a unas oposiciones docentes en España me sorprendió la naturalidad con la que los penitentes aceptaban este ritual. Las pruebas a las que nos sometimos eran casi tan irrealizables como el sobrevivir, atados de pies y manos, a nuestro hundimiento en medio de un río. Aquellos acusados que osaron reclamar se toparon con una reafirmación del mismo “veredicto”, sin que se les mostrasen las pruebas inculpatorias, ni hubiera un tercer árbitro capaz de supervisar la transparencia del proceso. La primera conclusión que me vino a la cabeza es que sólo una sociedad acostumbrada a verse subyugada por diferentes autoridades irracionales a lo largo del tiempo (desde la Inquisición hasta la dictadura franquista), podía tolerar semejante ejercicio de arbitrariedad y tiranía.
Y es así como en pleno siglo XXI, la principal receta impuesta por el gobierno para atajar el problema del exceso de temporalidad en el empleo público, sigue siendo la convocatoria de Inquisiciones masivas. Sin duda, habrán sopesado el valor propagandístico que supone la celebración venidera de Ofertas de Empleo, en un país con una larga lista de parados y una economía de servicios turísticos en crisis. Lo que ocultan es que esta fórmula no es fruto de una inversión necesaria en los servicios públicos de este país, sino que se trata más bien de sacar a las personas trabajadoras que actualmente se encuentran dentro, para reemplazarlas por otras.
Y a tenor de lo que ya se advierte en diferentes foros, parece que las nuevas ediciones de estos Juegos del Hambre presentan un cóctel de envidias, sumisión y oportunismo, de lo más excitante. Muchas de las afirmaciones que circulan (tildando de okupas a los interinos) denotan no solo una ignorancia profunda de los derechos laborales europeos, sino una amnesia que, por más que sea habitual en la sociedad española, no deja de ser inquietante.
En efecto, parece que ya nadie recuerda que desde hace más de una década, a raíz de la crisis económica de 2008, las tasas de reposición de los funcionarios decayeron (hasta un 10 %) y, por tanto, las plazas ofertadas disminuyeron drásticamente. Como consecuencia, se denegó la obtención de una plaza a un colectivo cada vez mayor de interinos que, sin bien habían superado uno o más procesos selectivos, quedaban como trabajadores precarios a cargo de funciones estructurales. También olvidamos que las quejas de numerosos interinos motivaron que la Justicia europea llamara la atención al gobierno español sobre su elevada tasa de temporalidad en el sector público y le advirtiera de la inconveniencia de acumular trabajadores que, habiendo superado procesos selectivos, carecían de una plaza estable. Ello motivó que las administraciones trataran de reducir los aprobados al escaso número de plazas ofertadas y, consiguientemente, que se dieran las ya conocidas “escabechinas”, con interrogatorios que proclamaban la “incompetencia” de la mayor parte de estos profesionales.
Con estas premisas históricas, lo lógico, y ético, además de acorde con los últimos autos de la Justicia europea, habría sido reparar el daño cometido y estabilizar a la plantilla de interinos que lleva años prestando servicios. Pero Spain is different. Aquí el mantra de “la igualdad, competencia y mérito” se repite en bucle, para justificar la convocatoria de las plazas denegadas a los interinos a lo largo de más de una década. Un mantra que por más que se repique, no alcanza a ocultar las irregularidades y corrupción que salpican a los procedimientos selectivos establecidos en nuestro país para acceder a un cargo público. Y es que las oposiciones están en las antípodas de garantizar un procedimiento objetivo que valore justamente las capacidades y los méritos, en igualdad de condiciones, de los candidatos.
En primer lugar, las oposiciones son pruebas sin garantías donde los aspirantes se encuentran en una clara situación de vulnerabilidad y abuso. Cualquier niño de doce años cuenta, hoy por hoy, con más derechos en sus procedimientos de evaluación. Las reclamaciones de los candidatos, por ejemplo, se encuentran habitualmente con la negativa del tribunal a mostrar el examen y clarificar las razones de su calificación.
En segundo lugar, se trata de pruebas que no evalúan en absoluto la capacidad de los candidatos. Solo así se explica que aspirantes con menor formación y experiencia acaben superando a otros con mejor bagaje profesional. Por un lado, los correctores de las pruebas no están preparados para valorar conocimientos especializados que muchas veces desconocen. Por otro, el problema de estas pruebas, tanto en su versión test, como de desarrollo, radica en su propio diseño, más orientado a evaluar el entrenamiento realizado para pasar ese ejercicio, que los conocimientos profesionales. Es decir que lo que cuenta NO es la capacidad del candidato, sino simplemente la preparación que haya recibido para aprobar los ejercicios de ESE examen. Lo que equivale a decir que podemos suspender a una persona con grandes competencias en un área, y aprobar a otra de aptitudes mediocres que se haya ejercitado durante meses para superar ese trámite.
Y de esta última característica deriva precisamente la desigualdad de los candidatos. El hecho de que un aspirante pueda o no prepararse específicamente los meses anteriores, depende de su situación socio-económica y familiar. Ello implica una grave discriminación tanto de clase, como generacional, teniendo en cuenta que muchos de los interinos a quienes se les denegó, en su juventud, la posibilidad de obtener una plaza son hoy adultos que poseen considerables cargas familiares, y además, que la mayor parte de estas responsabilidades recaen, aún hoy en día, sobre las mujeres. Parece que al folklorismo feminista de este gobierno le importa un rábano que centenares de miles de mujeres, empleadas en los servicios públicos, pierdan su trabajo por una falta de conciliación familiar.
Pero existe además una discriminación mucho más fundamental en estas oposiciones. Se trata de aquella establecida entre los aspirantes que conocen de antemano en qué consiste la prueba, y aquellos que no. En efecto, la corrupción del sistema se basa precisamente en la información “privilegiada” facilitada por toda una red de academias y preparadores particulares, algunos de los cuales cuentan con un acceso preferente al diseño de los exámenes.
Se trata, por tanto, de un procedimiento selectivo carente de garantías mínimas, plagado de irregularidades y fallido en su mismo planteamiento (puesto que esencialmente no prueba nada). Si lo que se busca es valorar el mérito y la capacidad de los candidatos, ¿no sería entonces más lógico recurrir al curriculum vitae del candidato? ¿Por qué insisten entonces parte de la opinión pública, el conjunto de la clase política y ciertos sindicatos en privilegiar estos absurdos exámenes?
Algunas de las respuestas parecen más obvias, otras merecen tal vez un estudio antropológico más arriesgado. Resulta evidente que las oposiciones son una oportunidad de negocio para una serie de agentes: principalmente, las administraciones que las convocan, las academias y los preparadores particulares. Las oposiciones son además una excelente ocasión para que las dinastías familiares, élites corporativas y políticas de diverso género vayan perpetuándose a través de sus mecanismos irregulares de selección.
Entre las razones “antropológicas” del éxito de estas pruebas, me atrevería a afirmar que se encuentran ciertos hábitos arraigados. Uno de ellos tal vez sea la naturalidad con que aceptamos que los empleos públicos se conciban como “plazas en propiedad”, sin duda una herencia de aquellos cargos del Estado renacentista que aparejaban privilegios. Parece que esta lógica (publicitada por las academias de preparación) se decanta más por las ventajas de poseer un empleo en el sector público, que por desarrollar vocaciones para el desempeño de un trabajo al servicio de la sociedad.
Pero el argumento que más legitima este tipo de exámenes irracionales, es aquel que lo concibe como una suerte de ritual de pasaje. Demostrar la profesionalidad ingiriendo 70 temas caducos desde hace ya décadas, es tan absurdo como exhibir la “virilidad” de uno a través del dolor producido por la hendidura de un látigo. Perdónenme por este símil, pero aquí los opositores me recuerdan a aquellos penitentes que muestran puntualmente un sufrimiento intenso, a fin de compensar los años de buena vida, tanto futuros, como pasados. En realidad, este ejército de sufrientes nazarenos en cadena, que reclaman sus plazas en las redes y promulgan la expulsión de los trabajadores comprometidos con los servicios públicos durante décadas, no hace sino esgrimir argumentos del más rancio catolicismo.
Los dictámenes del TJUE a favor de los derechos de los interinos, y la presión de las instituciones comunitarias, habrían brindado una excelente oportunidad de profundizar en la modernización de nuestro país. Desafortunadamente, los ecos del Antiguo Régimen siguen resonando en una España, cuya modernidad parece reducirse a un simpático decorado para atraer turistas. Los nuevos planes de estabilización publicitados por el gobierno son también un decorado tras el que se esconde la desidia y la falta de voluntad política.
A los interinos que, frente a esta criba, seguimos reivindicando los derechos laborales, unos servicios públicos de calidad, así como el reconocimiento de nuestra capacidad profesional acreditada por años de formación y trabajo, sólo nos queda la vía de una denuncia judicial masiva, el unirnos en las calles, y el movimiento Bartleby. Este último no es sino el sueño de una comunión simbólica entre funcionarios, interinos y nuevos aspirantes reticentes a participar en estos Juegos del Hambre. Básicamente, consistiría en portar a lo largo de todo estos procesos kafkianos una camiseta con el eslogan “Preferiría no hacerlo”, emulando así al triste escribiente del relato de Herman Melville, que expresaba su enajenación a través de una falta de cooperación irritante. Tal vez podamos entrever así la utopía de una sociedad que nos eduque, nos forme, y renuncie a reproducir automáticamente el mismo modelo de alienación, mediocridad y superación vacía de trámites.
Artículo de opinión publicado en el periódico digital "El Salto".